En un mundo que parecía ineludiblemente conectado, la tendencia hacia la desglobalización ha ganado protagonismo.
La desglobalización se define como el proceso opuesto a la globalización: una reducción de la interdependencia global que desmantela acuerdos y cadenas de valor.
Este fenómeno emergió con fuerza tras la crisis financiera de 2008 y se intensificó con eventos recientes como la pandemia de COVID-19 y las tensiones comerciales entre grandes economías.
Se caracteriza por rupturas en la cooperación internacional, reapertura de fronteras económicas y una revisión de políticas de libre comercio.
Las razones detrás de este retroceso son múltiples y convergentes:
Cada uno de estos factores ha minado la confianza de inversores y empresas en esquemas globales, promoviendo estrategias de producción local y regional.
El retroceso de la globalización influye directamente en los indicadores macroeconómicos globales. La tasa de crecimiento mundial ha retrocedido de niveles superiores al 3,5% antes de 2008 a proyecciones cercanas al 2,9% para 2020.
En el mercado laboral se observa una disparidad en la creación y pérdida de empleos: mientras ciertos sectores locales emergen, otros ligados a exportaciones y manufactura avanzada pierden dinamismo.
Las economías en desarrollo, altamente dependientes de la inversión extranjera directa, sufren contracciones más agudas, mientras que las potencias industriales pueden experimentar alivios temporales a costa de un potencial estancamiento a largo plazo.
El flujo de capitales internacionales ha sufrido ausencia de reglas homogéneas globales y un aumento de la incertidumbre regulatoria.
La inversión extranjera directa (IED) ha mostrado tasas de crecimiento decrecientes tras 2008, con proyecciones del Banco Mundial reduciendo el crecimiento global al 3% en 2019 y al 2,9% en 2020.
Las empresas replantean sus estrategias de inversión, optando por:
La fragmentación de mercados y la falta de estándares comunes generan un entorno de mayor volatilidad y un riesgo creciente de potencial estanflación con riesgo global, afectando la rentabilidad y el apetito de inversores.
Diversas fuentes y proyecciones ofrecen una radiografía detallada:
- Crecimiento del PIB mundial cayó del 3,1% en 2018 al 2,9% en 2020 según el Banco Mundial.
- Países emergentes, que mostraron 4,5% en 2018, desaceleran por la menor demanda externa.
- Se estima que la guerra arancelaria entre EE. UU. y China provocó pérdidas de 316.400 millones de euros en comercio bilateral.
- El aumento de costos energéticos, impulsado por restricciones al comercio de insumos, incrementa la presión inflacionaria en regiones importadoras como Europa.
Estos indicadores reflejan un entorno donde la digitalización financiera crece, pero no logra compensar la caída de la globalización física.
La desglobalización abre múltiples rutas posibles para la economía mundial:
Sin una coordinación efectiva, el mundo podría enfrentarse a un periodo prolongado de estanflación y conflicto geoeconómico, con menores niveles de crecimiento y mayores tensiones políticas.
Para navegar este nuevo entorno, gobiernos y empresas deben:
Diseñar políticas que equilibren la seguridad nacional con la apertura económica, fomentando acuerdos multilaterales adaptados a la realidad actual.
Invertir en resiliencia de las cadenas de suministro mediante diversificación y tecnología, reduciendo la dependencia de un único mercado.
Promover un marco regulatorio global que facilite la inversión responsable y establezca estándares comunes en materia fiscal, laboral y ambiental.
Solo con un enfoque colaborativo y estratégico será posible mitigar los riesgos y aprovechar las oportunidades emergentes en un mundo post-globalizado.
Referencias